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Un futuro que atrasa

Mariano Molina

Por Mariano Molina

(De Página 12).- Al periódico La Nación hay que reconocerle la insistencia por el debate de la educación pública. Siempre otorga un lugar de privilegio a su desvalorización,  promoviendo las reformas que auspician las agencias trasnacionales, las evaluaciones estandarizadas o las iniciativas desescolarizantes.


Desde hace un tiempo –también– cierta intelectualidad, que tuvo rasgos progresistas o inclusivos en alguna instancia de sus biografías, son los voceros de estas propuestas. Es el caso de Guillermina Tiramonti, quien hace días estuvo en un intenso debate en el canal de la autoproclamada tribuna de doctrina. Allí propuso seguir los modelos de Europa, Estados Unidos y la supuesta modernidad que expresan, mientras se dedicó a descalificar la participación política en jóvenes. Anteriormente lo había hecho con los sindicatos.


La asesora oficial realiza algo más que defender legítimamente las políticas educativas de un gobierno de derecha y “la escuela del futuro”. Aunque no sea su intención final, queda en el campo de las políticas que apuntan a la desaparición de la escuela pública como espacio colectivo de construcción de ciudadanía, socialización y comunidad.


La escuela (incluido el nivel medio) es una institución social que no se acota a enseñar contenidos curriculares. De Sarmiento a nuestros días se conforma una idea de sociedad en el modelo educativo que se elige. En la actualidad, bajo el vetusto lenguaje de la modernidad, regresa el viejo artilugio de una educación con utilidades para los sectores más desfavorecidos. Y esa utilidad –vaya casualidad– siempre es la adaptabilidad a las necesidades empresarias y sus preocupaciones por obtener mano de obra. No hay acción solidaria para establecer “lazos y vínculos” en esa iniciativa. Allí se esconde el profundo desprecio por los sectores más vulnerables, al que sólo pueden ubicar en el casillero de las exigencias primarias del capital. Para los pobres no hay condiciones de educabilidad en arte, música, deporte, ciencia y otros tipos de experimentación. Esas competencias están reservadas a las clases medias o altas (¿es muy antiguo hablar de clases sociales, no?).


Hace tiempo aprendimos (gracias a la educación pública) que no es lo mismo educar para el trabajo que formar para las volátiles necesidades de empresas. La cuestión no es estar en contra u oponerse a reconfigurar cierto modo de la escuela. Pero la crítica y acción necesarias no habilitan a para justificar necesidades ajenas a las que debe asumir el Estado, bajo el eufemismo de “las exigencias del mundo”. ¿Asume el Estado la obligación o la terceriza?


En los tiempos que corren podríamos aprender en un tutorial muchos contenidos curriculares, incluidos –quizás– leer y escribir. Pero no podemos construir comunidad desde allí. O habría que preguntarse qué comunidad constituimos desde esas prácticas y que subjetividades se conforman en este tipo de educación. Ya lo adelantó Adriana Puiggrós en este diario, el objetivo es la desescolarización. Un complejo económico-mediático-tecnológico inédito pretende gobernar todos los rincones de una sociedad hiperindividualizada y ultrafragmentada. Para eso necesita disolver ámbitos que den lugar a cierta colectividad de diferentes.


Bajo el paradigma de la construcción de una comunidad y un modo de socialización, nunca asistimos a la escuela simplemente para “estudiar”. Hasta los pensadores más conservadores explicaron esto. El paso por la secundaria constituye modelos de ciudadanía, entablar lazos de amistad que perduran para la vida, enamoramientos, música, experimentaciones nuevas y una entrada a otras formas de transitar la vida. Son aprendizajes indispensables y solo quien no haya atravesado algunas de estas humanas experiencias, puede afirmar libremente que la escuela secundaria es un fracaso.


Quien escribe estas líneas trabaja en políticas públicas que proponen herramientas pedagógicas desde el campo Comunicación/Educación. Proyectos que nacieron en el corazón de la escuela pública. ¿Por qué no planificar para enseñar contenidos curriculares desde prácticas artísticas, deportivas, teatrales o lúdicas? ¿Por qué no poner en crisis la idea de aprendizaje monocrónico, tiempos definidos por un timbre o el modo de habitar una escuela? Preguntarse por las subjetividades que se constituyen en las diversas propuestas implica –también– entender qué tipo de sociedad propone cada modelo educativo y cuál se atreve a la verdadera innovación.


Haber tenido la posibilidad de estudiar y seguir formándome no fue por espíritu emprendedor, sino gracias a un consenso educativo contradictorio, que la sociedad pudo construir durante décadas y a políticas públicas que ampliaron las posibilidades a sectores sociales sin linaje. Ese consenso debería ser innegociable. El acceso a una educación de calidad, diversa, humana, para el trabajo, el arte o la ciencia, que sea para todas y todos, es una definición radical que esta sociedad debe atreverse a profundizar y no regalar al mercadeo.


Por Mariano Molina, Docente y periodista de Página 12

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