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El resbaloso lenguaje de la guerra

Héctor Ghiretti

Por Héctor Ghiretti



Al parecer, ni los gobiernos ni la opinión pública poseen otra analogía mejor para referirse a una situación de extrema gravedad o de emergencia que no sea la guerra. Lo que demuestra por un lado que la guerra -es decir, el conflicto a vida o muerte entre dos o más grupos organizados de personas- es el estado de excepción por excelencia, aquel en el que las sociedades se juegan su supervivencia.


La retórica belicista se ha vuelto un lugar común en la estrategia de la comunicación pública en tiempos de pandemia. Pocos parecen estar dispuestos -quizá por la responsabilidad que impone la gravedad del momento- a cuestionarla. Otros la asumen alegremente. Loris Zanatta advierte sobre el peligro de ciertos discursos y la muy posible remisión de las libertades individuales y del Estado de Derecho, pero su liberalismo crítico no le impide exigir generales para la conducción de las hostilidades.


Lo primero que habría que aclarar es que la pandemia causada por el COVID-19 no es una guerra. Cuando se aplica el concepto de guerra a esta situación se está haciendo uso de una analogía o metáfora, que como es sabido tienen sus límites para ilustrar o enriquecer el conocimiento del objeto aludido: son parecidas a lo que se quiere explicar, pero no iguales.


La lógica de la guerra tiende por su propia naturaleza a radicalizarse, a deslizarse por una pendiente (la expresión es de Roger Caillois) hacia posiciones cada vez más extremas. Con el discurso de la guerra pasa lo mismo. Por esa razón resulta conveniente advertir sobre las posibles consecuencias que podría tener en los hechos el abuso de esa retórica tan particular.


En primer lugar, no hay un enemigo propiamente dicho, es decir, un ser humano (o muchos), un “otro yo” agresor animado con la voluntad de terminar con nuestra existencia o causarnos daño. El virus es una entidad irracional que está en el límite de las formas de vida más elementales. Radicalizar el discurso de la guerra supone identificar personas o grupos sociales que cooperan más o menos deliberadamente con el contagio: de “enemigo-virus” a “enemigo-humano”, que puede funcionar como responsable o como chivo expiatorio.


Esto puede verse en la identificación expresa de grupos sociales que son sindicados como agentes de contagio. Sectores de clase alta (“privilegiados”) que tienen acceso a viajes internacionales, o de clase baja, que no respetan ni observan las indicaciones en torno a la distancia social y el aislamiento preventivo. También políticos o periodistas que se atreven a cuestionar las medidas gubernamentales.



En segundo lugar, es sabido que en la guerra la primera víctima es la verdad. El conocimiento cierto es un insumo de primera necesidad para la toma de decisiones en tiempo de guerra. Y al revés: la desinformación e intoxicación del enemigo con información errónea es asimismo un arma fundamental. Un juego suma cero. La comunicación tiene adicionalmente otra dimensión: sirve para sostener la moral de los propios y desmoralizar al enemigo. ¿Qué sucede con las directivas o indicaciones de un gobierno para hacer frente a una emergencia que no surten el efecto deseado, o son percibidas como inadecuadas? En guerra el poder político retiene el control de la información. Por otro lado, la situación que genera un estado de pandemia requiere una gestión muy cuidadosa y equilibrada de la información. Pero evidentemente, esa gestión de la comunicación es de una naturaleza muy diversa de la que exige la guerra.


En tercer lugar el estado de beligerancia, tal como lo conocemos, supone la suspensión total o parcial de derechos y garantías individuales. Una militarización de la vida civil, una regimentación de la economía. Los Estados poseen mejores chances de vencer si dominan la mayor cantidad de variables internas: población, recursos materiales, información, capacidad productiva, logística. Durante la Segunda Guerra Mundial los países con mayor capacidad militar poseían regímenes autoritario-represivos, con excepción de los EEUU y Gran Bretaña, que pudieron sostener un esquema (reducido) de garantías, pero no sufrieron la guerra en el propio territorio. Es contrafáctico, pero si hubieran sido invadidos, probablemente otro gallo habría cantado. ¿Cuáles serán los límites de avance del Estado sobre la vida, las libertades y la propiedad de los individuos en este contexto de “guerra” contra un enemigo invisible?


Finalmente, una guerra concluye con la derrota propia o del enemigo. Armisticio o aniquilación. Se cierra ese estado de excepción y sobreviene la paz, justa o no. Resulta difícil pensar que en la “guerra” contra el virus haya una finalización objetiva de las hostilidades: la condición actual habilita a los Estados a prolongar el estado de excepción a voluntad. Máxime si poseen el control de la información y no existen balances o contrastes sustanciales a la información oficial. El “enemigo” es omnipresente y difícil de identificar. No se rendirá, pero tampoco está en capacidad de aniquilarnos como especie. Como en 1984, la novela de Orwell, podríamos pasar inadvertidamente a un estado permanente de guerra entre Estados continentales (Oceanía, Eurasia, Asia Oriental) que justifica los regímenes totalitarios que los gobiernan.


Durante mucho tiempo se pensó que las palabras eran apenas exteriorizaciones de conceptos, elementos puramente comunicativos de nociones que manejamos y que tendríamos aún si no existieran las palabras. Después se descubrió que no podemos pensar ni formalizar el conocimiento sin la ayuda de las palabras: sin palabras no hay ideas. Y hace poco más de medio siglo John Langshaw Austin explicó que no solamente pensamos con palabras, sino que además hacemos cosas con ellas.


Lo que pensamos y hacemos depende de las palabras: lo más indicado es encontrar las más apropiadas para enfrentar la amenaza inédita de la pandemia, según se publica en Los Andes. Es probable que no tengamos muchos términos para referirnos a ella, pero no debiéramos renunciar a encontrarlos o incluso generarlos. De lo contrario, en lugar de disminuir el contagio y curar a los enfermos, terminaremos peleando una guerra. Con todas sus consecuencias.




* Héctor Ghiretti - Profesor de Filosofía Política - Investigador del Conicet

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